Capítulo 3 La Casa de los Muchos

El Negro se churrasca, el Barbero rebana el cuello a un cristiano y el Churri se busca la vida.

Por los últimos patios, donde están los retretes en fila como las letrinas de los campamentos militares, pasada la carpintería del Andrés, tenía su sala el Gordo. Hijo de una limpiadora del Asilo y de algún prójimo desconocido. Tenía el Gordo la edad aproximada del Churrifloja y, a diferencia de éste, gozaba del privilegio de unas grasas que, seguramente, procedían de la pringue hurtada por la madre a la gallofa de los viejos.

Andaba, precoz y habitualmente el Gordo, malos pasos y frecuentaba la compañía del Negro, un algarín de bruna tez y pelo fosco y peciento. Era éste un nocherniego, algo mayor que los otros, que, guindoso del tirón, frecuentaba el correccional de menores que, a poco de acabar la guerra, se estableció junto al arroyo de las Piedras, por la carrera de la Fuensanta, frente a la Fábrica del Gas y la de aceitunas y aguardiente de los Campos.

Maestro precoz en meter la mano en bolsillo ajeno, se aliñaba con la muleta de un periódico o de una ropilla doblada sobre la mano izquierda, mientras que con la derecha, al resguardo del tapujo, entraba en las interioridades del primo, a semejanza como el estoque entra en las agujas de los morlacos, insensible y arteramente.

Por estos menesteres y oficios, como digo, el Negro era residente casi perpetuo en el correccional y durante el tiempo que pasaba en libertad, si no lo andaba buscando el cabo Coloraíllo de la Magdalena, remoloneaba por San Pedro, en torno a la plazuela del Vizconde de Miranda, a la espera de las pupilas de las madres Adoratrices, beneméritas monjas que se dedicaban a la redención de jóvenes descarriadas, intentando aficionarlas al zurcido, el filtiré y los bordados de mantos de vírgenes.

Enflautador, apuesto y chulo como era, siempre tenía algún apaño entre el pupilaje de las monjas, mocerío, éste, hábil en saltarse a la torera la puerta o tapia y propenso a liarse de putañeo por los maizales de Lope García y los arenales del río hasta mitigar el furor de sus inclinaciones y acabar, de consumo, con la capacidad verrionda del Negro. Virtud que, por cierto, andaba en lenguas desde las Adoratrices al Buen Pastor, donde apacentaba otra grey pareja.

En todos estos cuidados y pastoreos aficionó el Negro al Gordo, que en los carabriteos le hacía de escudero y aunque era poco agraciado, chatuno y no muy capacitado para las labores de caballo recelador en estas paradas, a veces, recogía las migajas del festín, si la prójima de turno vencía la guerra de desgaste con el macarra. En ocasiones faustas, cuando eran dos las mozuelas saltatapias, podía el Gordo relamerse solo un caramelo.

A cambio de esta escudería y de sus beneficios, el Negro imponía al otro el oficio censatario de apañar unos tomates, unos pepinos o unas brevas por las huertas del entorno; y, si el día estaba de suerte, alguna gallina con la que enhebraban la juerga y la chirinola hasta la noche, haciendo candelorio con los tarajes para asarse la del pescuezo retorcido a la manera de Robinsón Crusoe.

A más de una de estas habituales quinceañeras puso el Negro en punto de taxi, a base de garatusas o bofetones, con cuyos halagos y los que le hacía por las bajeras, las tenía tiesas y atentas en su oficio de cortar faldas por los portales de la Corredera o por las calles de la mancebía, en plan esquinero.

Hasta que el cabo Coloraíllo lo prendía por las orejas y lo devolvía en la casa-cuartel de la Magdalena todos los soplamocos que él había anticipado a las aprendices de lumias, receta que el discípulo de Ahumada adobaba, a modo de postre, con una patada en las criadillas, fruto de una larga experimentación que lo dejaba inapto para sus aficiones por una temporada. Cuánto más desde el punto de que la estación siguiente al cuartelillo era la de recaer con sus huesos en el estaribel de los menores, donde las quincenas de sanción servían de período para curarse los hidroceles y la horquitis fruto de las botas de reglamento de la Benemérita.

En una de las épocas en que el Negro andaba de macarra, o séase, en libertad, habiendo quedado boquerón de beneficios, sin sacar rentabilidad ni a la espada ni al galleo, como llegara la noche sin haberse podido habilitar los cuartos para el inquilinato de la Posada del Carmen, donde pernoctaba, recayó, como hacía en tales ocasiones, en su dormidero alternativo.

Era éste el rebufo de un calerín que subsistía frente al campo de fútbol nuevo, que le decía de la viuda de Trujillo, que este apellido siempre ha estado muy unido a la cosa de los caliches.

Se presentó la noche fría y seca como suelen ser las del invierno cordobés. Al amparo del fuego, tumbado en la meseta del anillo se sacaba los puñales del frío de los huesos. Pero, acaso porque en la madrugada apretó el relente, debió acostarse demasiado cerca del brocal y se colige que, en sueños, debió de darse un tumbo hacia el calerín, donde la piedra de mampuesto se convertía en cal. Con los vapores del horno, como le pasó al Muerto Vivo, pero en fetén, se debió de quedar sin resuello y no pudo decir ni pío, por lo que allí se quedó cociéndose como una china y se hizo un churrasco que levantó una columna de humo como las de Abraham e Isaac que contaba el cura de Santiago en la catequesis antes de dar la leche en polvo y, despidiendo el mismo tufo que cuando se churrascan las orejas de los marranos, para echarlas en las habichuelas. Así que vinieron los bomberos y sacaron lo poco que quedaba de muchacho, más negro que nunca y «encogidito» hasta los huesos como les pasa a los chicharrones de las migas, que la gente decía que casi cabía en una espuerta de lo “consumiíto” que quedó.

A partir de este sancocho, parece que el Gordo entró en las meditaciones y encarriló su vida con mejores compañías, haciéndose pajuncio del Churri, que lo instruyó en menesteres decentes y productivos, como la colecta y venta de jazmines, el ejercicio de lazarillo, el de recadero, punto en las colas y otras gaitas, en cuyos trabajos los muchachos fueron creciendo en el panal de la Casa de los Muchos, más como abejas que como avispas, pero sin demasiadas complicaciones con los guardias ya que éstos, en el fondo, eran comprensivos con las hambres ajenas, cuando para calmarlas se pasa el mocerío un puntito de la raya.

El Churri tuvo un duro y largo aprendizaje. Nació cuando ni por recomendación acudía una partera a un entripado. En el preciso momento en que una sección de artillería con escuadra de tambores y cornetas salía del cuartel de San Rafael, en la  avenida de Medina Azahara y atravesando la calle Canalejas se situó enfrente del gobierno civil y emplazó un cañón. Eran,  cuando lo parió su madre, las seis menos cuarto de la tarde el día 18 de julio de 1936.

Mientras se leía, en medio de la calle, el bando del coronel Ciriaco Cascajo en el que, a las órdenes de Queipo de Llano,  proclamaba el estado de guerra y se sublevaba contra la República, la mujer del Moli estaba echando la secundina, no sin que antes la Aciscla le hubiera metido por los bajos las manos hasta los codos, como las rebañaeras con las que se sacan los cubos perdidos en el pozo.

Cuando el artillero Rafael Muñoz, hijo del que luego fue alcalde, disparó el primer cañonazo contra el gobierno civil, donde se habían hecho fuertes los rojos y los guardias de asalto, arropando al gobernador, en ese mismo momento, como si le hubiera dado el obús en la matriz, la madre del Churrifloja comenzó a desangrarse a chorros, como los toros degollados en el matadero.

La verdad es que se murió a plazos, porque duró más de un mes, que ya tenemos contado cómo el Moli intentó meterle mano; pero, en aquel justo instante en que acabó el tiroteo, a las nueve de la noche, mientras el miedo se extendía por los alrededores copados del Teatro Duque de Rivas, la madre del Churrifloja, seca como una cecina, soltó la última gota de aquel río imparable de sangre y se quedó exangüe, tan blanca y transparente que se le veían los adentros como a las botellas de aguardiente escarchado. Y las vecinas la creyeron muerta. Y Aciscla empezó el gemiqueo y la verraquera.

Como es habitual en la Casa de los Muchos, las vecinas estaban todas arremolinadas. Al verla tan palidita, la Bonosa, que había acudido a lo de las jofainas y el agua hirviendo, le dijo a Dolores, la planchadora, que preparaba un cubo con esponjas de la placenta que acababa de sacar la Aciscla y que se disponía a tirar al río, con otro cubo de cuajarones, le dijo que los muertos que se desangran tienen la ventaja de que no huelen. Y es que aquella casi muerta, tan blanquita, le recordaba a su hombre, sacrificado a cuchillo, viniéndole su olor natural cuando se lo trajeron y se tumbó junto al cadáver en la manta de la sala y se estuvo allí dándole besos de despedida y la Dolores decía que sí, que eso era una ventaja y tomó los dos cubos y cuando se enderezaba para ir al Molino de Martos, para echar su contenido pudendo en las torvas o en el socaz, la madre del Churrifloja abrió los ojos y preguntó que qué era, niño o niña, y se quedaron todas de piedra y le pusieron al pingajito de niño al lado. Y le prepararon un caldo desplumando, aprisa y corriendo, una gallina y así estuvo unos días, que no se levantó de la cama desde que se echó para parir hasta que se murió de verdad, pero no blanca, sino toda amoratada y llena de pupas por la infección del puerperio.

Desde la orfandad creció asilvestrado Churrifloja y tempranero en buscarse el avío. No alcanzaría seis años cuando se ganó su primera fortuna, en la cola de la Audiencia, el día del juicio del barbero.

Sucedió que por aquellas fechas andaba la ciudad alborotada, que no se hablaba de otra cosa que del crimen. Y mucho más en la Casa de los Muchos, ya que el causante del desaguisado era punto por las tabernas del barrio y vecino del pago, puesto que vivía en las casitas del obispo en el Campo Madre de Dios.

Fue el suceso que un tal Paco Reyes, Sorroche, de nombre segundo o apodo, que tenía su taller de barbería cerca de San Pablo, se había despenado a un vecino de las callejas de Santa Marta, cobrador de banco, llamado Enrique Gallego, del que, al cabo de mucho investigar, no pudo encontrarse más que un cachito de cuerpo de unos siete u ocho kilos en la rebotica de la barbería. Y ello no sé a ciencia cierta si a causa del hedor o por mor de un chivatazo.

El cobrador, hombre pacífico y buen amigo del barbero, con quien solía compartir algún medio en la taberna de Novella, entró, al parecer, en su cadalso cerca del mediodía, con el fin de descansar un poquito de los muchos pasos dados en cobrar letras y recibos. Se sentó en una silla de anea, cerca de la puerta, estirando las piernas y haciendo tiempo para que el Sorroche terminara de arreglar a un parroquiano.

Según parece, después, una vez cerrada ya la puerta del establecimiento, quedando los dos solos, se sentó el cobrador en el sillón, con lo que, en realidad se aposentó en su patíbulo, porque el barbero le cortó el pescuezo de un diestro tajo, bien porque le entrara un avenate, bien por el afán de quedarse con los dineros de la colecta que el Guerrero llevaba en la cartera.

O, acaso, como dio en propagar el murmurio de la gente, porque era hermano masón y le cayó la bola negra y con ello la orden de apiolarse al otro que sería también de la hermandad de los rosacruzanos, por muy amigos que se tuvieran, que en cosa de este tipo de religiones no caben miramientos.

El caso es que se echó en falta al empleado del banco y puso la brigadilla de la Guardia Civil manos en el asunto y a éste preguntó, al otro espió, hasta que cogieron a Paco Reyes con las manos en la masa, ya que todas las tardes, cuando cerraba la barbería y se encaminaba a su casa, se llevaba un atadillo de papel de periódico con un cacho del cobrador, que así lo fue tirando al río por plazos y si se descuidan y no lo pescan aquel día en los barandales dándole de comer a los barbos un pedazo de lomo, se queda el crimen sin muerto y el misterio por los siglos de los siglos, puesto que, como digo, ya estaba casi todo el cobrador en la barriga de los peces y apenas quedaban dos o tres viajes en la cisterna del retrete de la barbería.

El follón que se armó en la ciudad fue de órdago a la grande, ya que los dos eran muy conocidos por aquel de sus públicos respectivos, por cuya causa eran de frecuente trato y conocimiento y ancha parroquia. Por el barrio de Santiago el guirigay fue, si cabe, mayor, porque nadie se esperaba estas aficiones en el Paco Reyes, que era hombre de comunión diaria, monago de latines, cofrade salesiano y farolero de los rosarios de la aurora de las misiones, íntimo amigo del cura; aunque, tan pronto se supo la matanza le salió a relucir lo de la sociedad secreta y otras cosillas que habían estado ocultas.

Dicen que cuando se anunció el juicio en la Audiencia se formaron en el Gran Capitán colas desde dos días antes de la vista, que parecía aquello la Casa de la Moneda cuando se va a celebrar el sorteo de Navidad y hubo personal que no quiso vender su puesto a los señoritos de Dunia ni por cien duros, ya que un crimen de éstos no se airea todos los días y desde la época de Cintas Verdes, que fue cuando toreaba el Guerra, no había acaecido ninguno que valiera la pena.

Ante la demanda de plazas para ver, otra vez, al Sorroche ante los jueces, la ocasión no la perdieron los vecinos de la Casa de los Muchos, de donde subió un destacamento para hacer punto en la cola y con ello el negocio de la reventa.

Excepto Andrés, que se comió el bocado, porque, como sabemos era contador de historias y no quería perderse aquella por nada del mundo. Así que se apalancó en uno de los bancos, pensando en los cuadernillos que podía sacar del espectáculo, en las noches de verano, cuando se habla columpiándose en las mecedoras o tumbado en la hamaca, bajo la parra y cantan los grillos y trasminan los arriates.

Pasó, no obstante, que empezado el juicio, el Paco Reyes se hizo el mudo y no hubo nadie que le sacara una palabra. Con todo, el fiscal se lió a imputarle agravantes y alevosías y a pedirle penas de muerte, como si lo pudieran ajusticiar varias veces y su pobre abogado, que era un alférez provisional, no pudo hacer nada, por lo que lo condenaron y lo remataron una madrugada, como contará el Andrés, que siguió todos los episodios.

El Churri, que se había subido con el pelotón, de la mano de Andrés, siendo tan chicuelo, hizo también dos días el aguardo del juicio en la cola, arrebujándose por la noche en un capote de los de pocero de su padre, pegadito al carpintero, que esto sucedió por el tiempo de enero, cuando más mayan los gatos, al parecer no de frío sino de calentura. Y cuando llegó la subasta de las entradas, con el asesoramiento de Andrés que lo retuvo hasta última hora para aprovechar la urgencia, vendió su puesto por cuatrocientas pesetas a un señorón del Círculo de Labradores que le mandó un tratante para chalanear en su oficio con los tancredos de la cola. El Andrés, como queda dicho, no quiso vender su sitio, porque decía que aquella quimera no se la perdía él ni por todo el oro del mundo y que quien quisiera peces que se mojara el culo, que era muy bonito ser señorito y estar sentado en el acerado, en los sillones de mimbre, viendo pasar el mujerío y luego llegar y besar el santo, que él tenía su dignidad. Y contó lo del Guerra, tan maestro como tacaño, que mandó a un propio peón a llevar a Cabra, andando, una galga y a volver el somoviente después de cuatro días de viaje, le dijo que ya estaba allí y fue y se sacó unos chavos y le dijo: -¡toma!, para que te compres unas alpargatas nuevas-.

Por su parte, con tanta riqueza, el Churri fue corriendo en busca de su padre y le entregó los billetes y éste lo echó por los aires de volatines: -mi niño que ha ganado su primer jornal, un fortunón, ya verás- y se fueron a la freiduría de La Malagueña, una señorona gorda como una ballena, en la plaza de las Tendillas, y se dieron un atracón de calamares fritos. Éste fue el comienzo de su afición por las colas, de plantón para el aguardo del puesto, si bien ya nunca le cayó otra breva tan dulce en este oficio, que no era lo mismo ponerse en la andana el día de la saca del tabaco o el día del suministro con varias cartillas de racionamiento, o en la bulla de la carbonería que en el aguardo de un crimen de las condiciones de aquel.

Pero con este oficio se apañaba los dos realillos o la peseta que le servían para la entrada del paraíso del Gran Teatro, si no ponía tienda de tebeos y, en el verano, para ir al cine Andalucía, al Iris o al Ravé u otros patios de verano, a ver los episodios de Fu-Man-Chú, con lo que al cabo de ser parroquiano se metió a botijero para los del ambigú, a perrilla el vaso y a gorda la jartá en el porrón, con lo que la parroquia bajaba el hervor de los boniatos asados en la andorga, mientras Currito de la Cruz o Rosario la Cortijera andaban por sus monjeríos o sus fandangos, con los que él sacaba su viático y veía, de camino, el cine gratis.

Otra forma de ganarse la manduca que se ingenió el Churri fue la venta ambulante de moñas de jazmines, que no se conformaba con vender el fruto de los patios de su casa, que los vecinos ponían en ancheta decenal, sino que tenía por clientela de por mayor a las Hermanitas de la Cruz, de las que se hizo traficante, que no había tarde que no apañara entre uno y otro pensil doscientas moñas que él repartía rápidamente porque se hizo de muy buen pupilaje, que recorría como un itinerario, por todo el sector que abarca desde la Puerta Nueva a San Pedro y desde la Plaza del Potro al Campo Madre de Dios, con su cacho de Ribera y sus callejas como la de Alcántara o las Siete Revueltas.

Si algún día flojeaba la venta, se llegaba hasta la Cruz del Rastro y mercadeaba por las casas de putas de la calle Cardenal González y la calle la Feria, con cuya parroquia terminaba pronto la mercancía y donde, además, podía sacar buenas propinas de algún macarra o primavera. Andando el tiempo, después de pasar lo que tenía que pasar con las gemela y cachondeo de su circuncisión mojando en dos tinteros, que todo se contará, ganaba de sobresueldo, en tales mancebías, el viático de algún pellizco en una teta o nalga, precoz atrevimiento que desataba las risas de las lumias que no lo  miraban, esta es la verdad, con malos ojos y más de una vez le ofrecieron, considerándolo todavía chorvo virgen, un rato de cama gratis, plus, éste, que él declinaba con fingido pudor, que pronto aprendió el mérito de la inocencia y de hacerse desear, aunque ésta fuera fingida, mientras se reía por los adentros.

Consideraba que cuando supieran que ya había sido desvirgado y cayera en sus tentaciones se le iba a aflojar la parroquia de las moñas, por lo que con este convencimiento jugaba desde el atrevimiento a la gazmoñería.

Lo perseguía, de manera especial, una tal Linares, hembra jaquetona a la que por lo visto le iban los niños y siendo de once o doce años el Churri, el mismo verano que le entró la calentura por la Sole, se habituó a ofrecerle chucherías y a apretujarlo contra las ubres como queriendo amamantarlo y veces había en que, enviciada en su calentura y sus depravaciones por el mozuelo, se levantaba la falda y le enseñaba la despejada pelambrera, poblada y negra como una mina franca. Pero él, con una sabiduría aprendida, sabía guardar el tipo, por más que estas veces se le ponía la cosa arremolinada y le entraban unos sofocos como de escalofrío, que, al cabo, pagarían las mellis, en persona o en imaginación, si la cosa no estaba despejada, en el cuartucho de los retretes comunitarios de su casa.

Contaban que la tal Linares vino desde algún pueblo a servir a Córdoba y la debió de desgraciar, siendo muy joven, algún amo, por lo que siendo todavía quinceañera hubo de refugiarse entre la gente hampona, recalando en la casa del Portillo, donde acabó pagando el censo enfitéutico de un oficial de los municipales, fachendoso, que venía de matón de la División azul, aunque remanecía de taberneros y que empezó con ella de macarra y acabó de consentido.

Fue, con este padrinazgo, la tal Linares una de las pocas que se salvó de la quema cuando declararon las casas de trato fuera de la ley, ya que cuando en Madrid se decidió que el oficio público de las mujeres era el pecado, les quitaron la visita de la tarde el jueves al dispensario del esquinazo de San Andrés, donde le sellaban el carnet de exhibición obligada, a requerimiento de policía o cliente, y desde donde ordenaban retener y hospitalizar a las contagiadas de bubas, blenorragia o sífilis. Por cierto que, después de la prohibición, al desaparecer la vigilancia venérea del registro, se extendió tal maladía de chancros por la ciudad que se veía a los hombres andar con las patas abiertas y menos mal que había sulfamidas y que por aquel entonces llegaron a Córdoba los primeros botes de penicilina que la vendía “de tapaíllo” un tal Matías, camarero y guaperas del Café Negresco, en la calle de la Plata, quien por cierto, la engrandecía echándole polvos de bicarbonato. Porque, si no, se hubiera quedado parado el censo de la población ya que los hombres, a pesar de la prohibición, siguieron con sus calenturas y gamberras en los quicios.

No obstante, se hizo frecuente la práctica de redadas de leas, que salían del cuartelillo pringadas y sin pelo y sobre las que recaía, además, orden de destierro. Aunque, como la Linares, algunas otras también tenían gabelas. Especialmente las  apupiladas en las casas que frecuentaban los ricos y los jefes de Falange, que estaban distantes de los barrios de barrera, por en
medio de la ciudad. En estas casas, gentes de caudales, fortuna o posición tenían retiradas a sus queridas, alejadas de los chambucos de la Ribera o Cercadilla, donde aparecer era delatarse.

Bueno, éstas sí se quedaron salvas, porque muchas de ellas andaban liadas con personajes de mérito, que les servían de salvoconducto, mientras que ellas ejercían de chivatas de la policía y seguían con su oficio, que ampliaban con hábiles y reconocidas alcahuetas, con puerta abierta en los casinos y que en ocasiones servían de sotas para dar un paseo a las nuevas, con lo que la parroquia de clientes pudientes podía enterarse de las novedades de carne recién importada sólo con asomarse a los ventanales de los casinos y ver el paso del picadero por Gondomar, Concepción o Alfonso XIII.

Así se salvaron las lumias del Garaje Sport de los destierros y los afeites y las de la Casa de la Peque, las pupilas de la Bilbao, de la Madrid y otras dueñas forasteras establecidas, que, como dice el Fonta, daba la impresión de que para ser dueña o encargada de casa de citas de mérito había que nacer de Despeñaperros para arriba, por las ciudades donde se habla en finolis y no en cordobés a lo basto, lo que al parecer, excita mucho a los cortijeros que le forman parroquia.

Pero, dejemos este mundo, que es mejor no menearlo, no sea que algún resentido o alguna rehabilitada, que de todo esto hay en esta gran ciudad, nos meta un cuerno por salva sea la parte, sobre todo si va de la lengua y aparecen retratados ciertos capitostes que se fraguaron en más de un prostíbulo y, sigamos, pues, con el personal de la Casa de los Muchos, que es más natural e inofensivo y antes se vanagloriará de circular por estas historias que irse con el cuento al juzgado, peligro que corremos los relatores de historias ajenas, incluido el Andrés y, si me apuran los que en la época del califato las contaban a las puertas de la ciudad, al regol de las murallas, que ejemplos de ello ya cuenta la historia.