Penélope y otros milagros

CAPITULO DE LA OBRA CUENTOS Y DESCUENTOS ANDALUCES

Aquello no era un carro, ¿qué iba a serlo!. Batea mal injertada con ruedas de camioneta, y unos barnadales heterogéneos para la barcina de cartones y papeles y trono de la niña, y sombrajo de la perra, tan mustia y, seguro, tan querida, y pretexto para el mulo.

Cuando el padre, silencioso, cojitranco y mínimo, volvía de sus seglarías por tabernas y trabajos de rebuscas, ellos estaban allí los cuatro, clavados a la acacia por el ronzal, y cada cual por sus sueños, de desguaces, cacerías lejanas, muñecas imposibles y campiñas de sinople.

Sí mi hija Penélope, que ahora tiene dos años y diez meses, y por aquellos días traperos andaría ya empezando a pensar en las cosas usuales, se asomaba a la ventana, apartando los visillos, los ojos de la otra niña se llenaban de hermanos pequeños y limpios, para su fantasía.

A veces pasaba horas en sí misma, como una Santa Victoria a medio esculpir, a medio martirizar, ya tan temprana. Caracoleaban su casa entera con los atadijos de sus tiznes, todas mis sonrisas. Así fuí sabiendo de amarrados a un mástil.

Si el mulo, descansado en los mozos y en una y otra mano alternativamente, se rascaba con los nimios espartos y correas de sus arreos, ella alargaba su mano y su palabra para espantar a las tozudas moscas que se le lapaban por las negruras que se esconden debajo del rabo como caricia.

Cada vez que la miraba se me llenaban de preguntas todos los rincones de la ternura y la prohijaba en mi cariño, sin hablarle, devolviéndome ella, en el espejo de sus tiznes, todas mi sonrisas. Así fui sabiendo de sus orfandades y menoscabos leyendo por la transparencia de sus ingenuidades. ¡Que felices se les veían conjuntos, con tanto bueno dentro y tan sin necesidades, tan frugales y hermosos como los camaleones del verano!. Se la veía fabricas historias -¿pequeña Ruth, espigando por los campos de Booz llenos de cartones y papeles?- y musitaba sobre los desechos que iban elevándose con las recogidas del padre, y movía sus manos en ademanes transitivos con el mulo, con el carro, con la perra, con Penélope por los vidrios. Había una recíproca guardería en este «kindergarden» de la pobreza: la perra tutelaba al mulo, el mulo al carro, el carro los papeles, los papeles a la niña, la niña al perro … en un circulo perfecto e interminable, hasta que llegaba el padre, sereno, cojitranco, sopesaba la estiba, deducía la tara de la sisa del almacenista, y, satisfecho, decidía que era el momento de tumbarse a la sombra, bajo las ruedas con su novela de tiros, con lo que a todos alcanzaba la plenitud y relajaban el cuidado y vigilancias y se desparramaban por sus caminos interiores de desguaces, cacerías lejanas, muñecas imposibles y campiñas de sinople.Pero a pesar del verdor de los pastos ensoñados, se adivinaba que al mulo le podían sus cansancios y se anunciaba el inminente sueño de sus sangres, del cuajarón de sus sangres, por las transparencias de las orejas, como cartones aceitados. Cuando se ven reposar los faetones y tilburis que pasean a los turistas, aquellos que al ensueño por el cochero de la ciudad, sus romanías, arabescos y patios corresponden con orgullo de mostrar muslos e interioridades de sus rubias mujeres, al pase preeminente, se ve a sus caballos pacer en su jáquima de saco de pajas y cebadas del reposo, pero este pobre híbrido, burdégano del descuido cuando se calientan las burras y se les engarabita el pescuezo en el rebuzno, solo pace por su cansancio, y estamos seguros que se nos va a morir con los arneses puestos, de pie, como los soldados y los cipreses.

Creo que llevaban meses y meses uncidos al árbol de mi ventana. Las flores del pan y panizo se habían marchitado y frutos de sámaras les caían formándoles estadales alados. Al asomarse, una mañana, Penélope para darles el saludo de costumbre, corrió en busca de mi mano a que participara del milagro. El mulo ya no estaba, y, en su lugar, un ángel, no muy limpio, le reemplazaba entre arreos y arneses y ronzales, y hablaba con la niña historias nuevas y celestiales. El padre seguía leyendo sus noveles por los Dodge City de la sombra, y por el aire se derramaba una impresión evasiva y efímera, como ocurre por las alcobas cuando se piensa en hacer las maletas para un viaje inminente.

Y en el momento en que los rayos del sol enhebraban las agujas de los pinos de la sierra, la niña dijo, como si fueran palabras usuales.

-¡Arre, ángel!-, mientras subían su padre y la perra y ella sacudía las bridas sobre lomos de plumas.

Y fue estupendo ver la pericia y suavidad con que remonto el vuelo la trupe trapera y entrañable, que ya hubiera querido Elías singladuras tan sutiles y elegantes por los altos caminos.

Cuando la niña sacudió su mano en el último adiós de las azoteas, se nos juntaron a Penélope y a mí todas las soledades futuras, como un nudo en la garganta, tal que si intentáramos tragarnos a mordiscos los membrillos sin sazón.

Y si alguien duda de esta historia que venga al árbol de la ventana y lo verá vacío, o que acuda al testimonio de mi hija cuando ensaya inútiles vuelos con todos sus juguetes, mientras les acucí:

-¡Arre, ángel!

-Texto: Penelope y otros milagros, del libro Cuentos y descuentos andaluces de Sebastián Cuevas, con ilustraciones fotográficas de Jose Jiménez Poyato
ISBN 84-500-1569-3 Depósito Legal CO-368-1976